Voluntad
y fatiga
Ilustración por: Oscar Ramos Orozco
Cada vez que
oigo a alguien decir que aquí nadie se chupa el dedo me pongo nervioso porque
yo el mío me lo chupé hasta los catorce años, lo cual de
cierto modo fue el otro día. La disponibilidad del dedo (que siempre estaba
ahí) y lo fácil que era mantener el hábito discretamente en mi casa por un día
más hicieron que todo intento de abandonarlo fracasara. No fue sino hasta el
verano del ‘85, al presentarse la doble circunstancia de que un primo mío más
grande que yo viniera a quedarse en casa por una semana y que la otra tuviera
que irme de camping con mi tropa de scouts, a dormir fuera de casa con 12
extraños, todos listos para humillarme, que finalmente me pude liberar para
siempre del húmedo hábito. Hoy puedo decir con orgullo que sigo abstemio,
aunque no sé si en rigor la palabra aplica en este caso.
Mis hijos, para mi gran sorpresa, nunca se chuparon el dedo. Cuando
pienso en las batallas que se ahorran siento alivio. Pero me pregunto cómo
habría respondido yo si en cualquiera de ellos hubiese visto florecer un hábito
tan persistente como el mío. ¿Qué consejos o estrategias habría podido
ofrecerles para ayudarlos a dominarlo? ¿Cuándo hubiese dicho basta?
La palabra tentación suena antigua y obsoleta, sobre todo si uno ya no cree en
el pecado. Pero la palabra tentación quizá no es irrelevante en un mundo donde
niños y adultos vivimos rodeados de oportunidades continuas para arruinar
nuestra salud, nuestros planes y nuestros bolsillos.
A finales de los años sesenta el psicólogo Walter Mischel y otros
iniciaron en Stanford una serie de estudios con niños preescolares en los que
buscaban entender justamente cómo surgía y cómo funcionaba la capacidad para
vencer la tentación, o para lo que Freud llamaba la postergación de la
gratificación. Una de las pruebas le ofrecía a los niños dos opciones:
recibir un dulce ahora mismo con simplemente hacer sonar una campanita o
esperar quince minutos para sonar la campana y así recibir una doble porción.
La variación más famosa de esta prueba se hizo con marshmallow y así se conoce
el estudio hoy, como el marshmallow study o marshmallow
test (los niños escogen entre comerse uno ahora o esperar por quince
minutos para recibir dos, la blanda golosina erguida justo ahí frente a ellos
todo el tiempo).
Enlace para: The marsmallow test
En el estudio original algunos de los niños sonaron la campana sin
esperar, otros esperaron poco o mucho, y una cantidad considerable (entre un
tercio y la mitad) esperó los quince minutos requeridos para recibir los dos
marshmallows. ¿Cómo explicar la diferencia entre los chicos que sucumbían a la
gratificación instantánea y los que lograban esperar por una recompensa mayor
pero diferida? ¿Nacen los niños ya con un carácter recio o blando para la
espera o lo van forjando al calor de su relación con el mundo?
Algunas respuestas son más obvias que otras. La capacidad de autocontrol
mejora con la edad, de modo que los niños más grandes por lo general mostraban
mejor “postergación de la gratificación” (delay of gratification)
que los más cruditos; los de cinco años esperaban mejor que los de cuatro, los
de seis mejor que los de cinco y así. Una diferencia importante eran las
estrategias que los niños empleaban para sobrellevar la espera. La “estrategia”
(no muy efectiva) de muchos cuatroañeros era sobre todo mirar continuamente el
marshmallow y saborearlo con los ojos, mientras que los de cinco años
mayormente buscaban distraerse, mirar hacia otra parte, pensar en otra cosa.
Lo realmente dramático de este estudio y que lo ha vuelto un hito en la
psicología es cuando Mischel y compañía hicieron pruebas de seguimiento años
después. Allí encontraron correlaciones significativas entre los resultados del
marshmallow test y algunos indicadores de desarrollo exitoso en los mismos
participantes durante su adolescencia y adultez temprana. En general, los
chicos que habían podido vencer la prueba y esperar los quince minutos a los
cuatro años habían tenido también adolescencias más estables, con mejor
aprovechamiento académico, menores índices de deserción escolar, menos problemas
de dependencia de drogas y alcohol, menos problemas de autoestima y depresión,
y mejor regulación emocional, entre otros.
Es difícil usar hoy la expresión fuerza de voluntad y
no sentirse un poco incómodo, tan cooptada como está por la psicología de
supermercado y tan útil como es para culpar a la gente por sus problemas en
lugar de entender los problemas de la gente en el marco general de una
organización social problemática. Además, ¿no es la voluntad después de todo un
misterio, un disparate filosóficamente hablando, porque supone una ruptura en
la cadena de las causas que rigen el mundo físico? ¿O es una ilusión
individualista, pequeñoburguesa, para hacernos sentir en control de nuestras
circunstancias, negando así las múltiples determinaciones (estructurales,
inconscientes) que nos rigen? Pues parece que no. O al menos no es esa toda la
historia.
De hecho, la voluntad (o willpower) se ha
vuelto objeto de intenso estudio en los últimos años, sobre todo bajo el ojo
crítico de Roy Baumeister, uno de los psicólogos sociales americanos más
activos y respetados. La lección de vida de los estudios longitudinales de
Mischel descritos arriba parece ser clara: ¡hay que poder esperar el segundo marshmallow!
La pregunta, claro está, es ¿cómo? Lo que los estudios de Baumeister sugieren
es que la mentada y misteriosa “fuerza” de voluntad es menos metafórica de lo
que suena. Mente y mollero al parecer tienen mucho en común. Dos semejanzas son
cruciales. Fatiga: Así como los músculos llegan al punto de agotamiento o
fatiga (cuando ya no hay quién suba el dumbbell)
y se recuperan tras un lapso en reposo, así también la capacidad de autocontrol
se desgasta (gets used up) tras su uso continuo, y se restablece
tras un breakecito o una meriendita (artículo del NY Times que resume los
estudios aquí).
Freud, nos dice Baumeister, dio en el clavo al identificar lo que
Baumeister llama ego depletion, el hecho de que la capacidad del
“ego” de mediar entre las exigencias de la satisfacción inmediata y las
exigencias de largo plazo de la cultura no es infinita. Baumeister habla
de decision fatigue o fatiga decisional, para referirse a un
hallazgo experimental que encaja bien con esa hipótesis freudiana del desgaste
del “ego”: en sus estudios, los participantes que son expuestos a tareas que
les requieren tomar múltiples decisiones consecutivas, son mucho menos dados a
resistir la tentación que los participantes a quienes no se les ha requerido
decidir nada. El willpower se gasta con el uso.
Tener que tomar múltiples decisiones te vuelve más vulnerable a dejarte
arrastrar, a procrastinar, a gastar el dinero que no tienes, a comer lo que
luego querrás haber evitado, a decir o decidir algo que después no querrás
recordar. Curiosamente el willpower parece
restablecerse subiendo los niveles de glucosa en el cerebro, cosa fácil de
lograr comiéndose una fruta o tomándose un juguito. Esto creo yo cualifica como
una buena noticia. Conocer esas fluctuaciones abre la posibilidad de aprender a
vivir con ellas y desarrollar estrategias para moderar su impacto.
Pero la otra semejanza entre músculos y voluntades es realmente un
notición, y es el hecho de que aparentemente al igual que el mollero, la fuerza
de voluntad se puede fortalecer ejercitándola. Nuestro mollero volitivo al
parecer se pone más duro, grande y potente con el uso, y con ello nuestra
capacidad para lidiar con la frustración, para controlar impulsos, para cambiar
hábitos, para terminar lo que comenzamos, para mantener el enfoque, para
regular nuestras emociones, para interactuar efectivamente con otros. ¡Y a
cualquier edad! No es que podemos resolver todos nuestros problemas a fuerza de
jugos y de meriendas. Pero tan importante y prometedora es esta aparente
maleabilidad del willpower y la capacidad de
autorregulación, que muchos en la psicología lo ven como una alternativa a dos
de los pilares de la práctica y la investigación psicológica en las últimas
décadas: el énfasis en el IQ (que al parecer no cambia mucho por mucho que se
haga) y el énfasis en la autoestima (que por sí sola no equipa al niño –ni al
adulto- para enfrentar retos con persistencia y esmero).
Todo esto creo yo es muy interesante de por sí, pero adquiere una
importancia monumental dado el contexto un poco macabro en que nos toca vivir y
(a algunos) criar. Creo que no hay que dar enormes saltos asociativos para
llegar a sospechar que el capitalismo hoy vive en parte justamente de causar y
explotar la fatiga decisional nuestra y de nuestros hijos, de
hacernos comer el primer marshmallow y el próximo y el próximo por siempre,
beneficiándose de nuestra capacidad limitada para decidir, de nuestra docilidad
deliberativa por agotamiento y de nuestra falta de tiempo. Un día con mis hijos
(o con los hijos de cualquiera) es un día hecho de miles de solicitudes y miles
de decisiones sobre qué permitir y qué no. Al final de un día así, fatiga
decisional es exactamente todo lo que soy. Pero me doy cuenta de que todo me lo
hago más difícil porque cada petición de ellos me la tomo como una oportunidad
(¿obligación?) de cultivarles su sentido de la voluntad. Ellos me piden
algo aquí y ahora pero yo pienso automáticamente en el segundo marshmallow. El
mundo que su mamá y yo minuciosa y militantemente construimos para ellos no es
el mismo mundo en el que viven muchos de sus compañeritos de escuela, y sin
embargo sí es el mismo mundo, con las mismas tentaciones, perversamente
insertadas a su alrededor por compañías que viven de ubicar anzuelos de sabor y
color por todas partes para que todos nuestros hijos los muerdan gustosos por
el resto de sus vidas.
Nosotros abrimos y cerramos válvulas. Como cualquier padre o madre,
controlamos lo que entra, no traemos a casa ni al campo de su atención lo que
no merece estar entre las opciones, no nos resignamos a la competencia desleal
y al ataque ubicuo e insidioso de la publicidad dirigida a los niños. Nos
negamos a dejarlos ahí en la línea de fuego de compañías que le pagan sueldazos
a expertos para que identifiquen cómo mejor infiltrarse en la cabeza y el
pellejo de nuestros hijos, para formatearles sus gustos y preferencias a la vez
que les inculcan el corrosivo valor de la gratificación instantánea. Dejarlos a
ellos mismos decidir a esta edad a qué se exponen (qué comen, qué escuchan, qué
ven) sería hacérselo demasiado fácil a los publicistas ahora y demasiado
difícil a nuestros niños después (como claramente ilustra el potente
documental Consuming Kids).
Consuming kids: The Commercialization
of Children
En fin, lo que quiero sugerir es que a nuestros hijos no hay que
enseñarles solo a activar los valores correctos, sino también las capacidades
correctas. La capacidad de reclutar nuestras propias energías volitivas es
crucial y tan indispensable a nuestros planes de un mañana de justicia y de
amor como la capacidad de razonar, la de imaginar, la de recordar, la de
colaborar o la de hacer planes. Pasaré el resto de mi vida especulando sobre
los estragos causados a mi voluntad por mi prolongada niñez con sus prolongados
hábitos. O no. Si la voluntad es realmente como un músculo, habría habido
esperanzas para mí incluso si todavía hoy me chupara el dedo. Mejor cultivaré
mi propio sentido de voluntad cultivando el sentido de voluntad de mis hijos,
aquí y ahora, ahorrándoles quizás la necesidad de reparaciones a los catorce
años, proveyéndoles oportunidades múltiples para escoger el bien y buscarlo
pacientemente, evitando tomar grandes decisiones, o pequeñas, bajo el influjo
de la fatiga decisional organizada.
En esos breves momentos en que mis hijos no me están preguntando ni
pidiendo nada, los miro y me figuro que como padre, a fin de cuentas, busco lo
mismo que cualquiera: que mis hijos se vuelvan jovencitos sanos, creativos,
solidarios, cuestionadores, respetuosos, felices, capaces de emocionarse,
capaces de indignarse, de escoger el bien, de ofrecer y prestar ayuda, de
sacrificarse, de esmerarse, de no dejarse controlar y de no creerse cualquier
cuento porque sí. El futuro siempre es incierto, claro está. ¡Mano relájate! habrá quien me diga. Pero creo que
cuando seamos viejos y miremos atrás nos parecerá obvio que una de nuestras
responsabilidades principales como padres habrá sido el equipar a nuestros
hijos bien para protegerse de las estructuras perceptualmente opresivas del
capitalismo desregulado en el que les habrá tocado crecer. Ojalá entonces
hayamos hecho suficiente para convencernos a nosotros mismos de que nuestras
decisiones sirvieron para forjarle a ellos un espacio seguro donde practicar
las suyas.
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